El pasado sábado un amigo me llevó a dar un paseo en un barco pesquero, menos de 1 hora me dijo. Me emocioné un montón, una oportunidad de conocer de cerca un oficio tan antiguo como la vida y contado por los protagonistas.

Podría decir que fue maravilloso, que sentí el viento en la cara y experimenté una grata sensación de libertad y felicidad. Pues no, más bien fue un desastre: me mareé, me vomitaron mis dos hijos encima y no disfruté apenas del paisaje. Añadimos a eso la sensación de que estábamos fastidiando el paseo a quienes lo suelen disfrutar.

Sin embargo mientras estuve allí no hubo estrés, todo era nuevo y todos los sentidos descubrían nuevos estímulos: las cuerdas, los olores, las pantallas con mapa y gps, el rozar del viento. Y aprendí lo duro de un oficio que hace posible que nuestra alimentación sea más saludable y variada.

Después de todo, repetiría de nuevo. No renuncio a esas emociones y aunque sean malas las experiencias ayudan a tener puntos de vista más completos.